AQUEL FUEGO, CREÓ EL PUEBLO DE ARTEMISA

PIE DE GRABADO: Francisco de Arango y Parreño, "creadorintelectual" del pueblo de Artemisa, hoy capital de la provincia del mismo nombre creada hace dos años.


El domingo 25 de abril de 1802 parecía que iba a ser un día festivo cualquiera en la Villa de San Cristóbal de La Habana, que contaba ya con 283 años de fundada.
Pero no sucedió así. Ese día quedaron sin hogar más de ocho mil familias. Siete personas murieron carbonizados, 200 casas quedaron destruidas y otras muchas en ruina.
Todo esto durante las pocas horas que duró el incendio de los barios de Jesús María y Guadalupe, entre la calle Águila y el puente de Cháves, en La Habana de Extramuros.
Estos barrios eran de los más pobres de la ciudad y sus casas estaban construidas en su mayoría con madera y techos de guano.
En la época a la que nos referimos, umbrales del siglo XIX, toda ésta zona estaba considerada como campo y asiento predilecto los famosos negros curros del manglar.
Eran hombres de piel oscura y con largas trenzas sobre su frente y hombros, que habían venido a La Habana con lo peor de las flotas de Andalucía, e intimidaban a la currería ultramarina, sobre todo la de Andalucía.
Usaban pantalones de campana estrechos hacia abajo y camisa blanco con cuello ancho y dientes de perro en vez de borde, un pañuelo de algodón tendido en ángulo en la espalda y atado por delante sobre el pecho.
Tenían los pies apenas cubiertos por una zapatillas que arrastraban a modo de chancletas, y en los lóbulos de sus orejas colgaban dos lunas menguantes a semejanza de oro.
Sobre un zarzal de trenzas rizadas, siempre un sombrero de paja. Bajo la manga de la camisa, en el pañuelo o en la mano, un afilado puñal.
Sus dientes estaban cortados en punta como los de los carabalíes y los dedos de las manos siempre llenos de sortijas. Eran afectados en el hablar y caminaban contoneándose y meneando los brazos hacia adelante y hacia atrás.
Eran hombres, libres en su totalidad, no tenían oficio ni beneficio, eran pendencieros y muchos vivían del hurto, el robo, la matonería y el proxenetismo.
Los parroquianos que ese domingo estaban bebiendo aguardiente en la bodega El Cangrejo, de Esperanza y San Nicolás, sin duda vieron los orígenes del siniestro.
También es probable que haya visto si no las llamas, al menos el cielo enrojecido, la señorita María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, que por coincidencia histórica, ese día partía del puerto de La Habana en su primer viaje a Europa.
Esta muchacha se convertiría en la famosa Condesa de Merlín, autora de “Memorias de una criolla”, “La esclavitud en Cuba”, “Viaje a La Habana”, “Las Leonas de París” y otra obras.
El fuego comenzó por la tarde y en pocas horas la brisa se encargó de diseminarlo. Ciento noventa y seis viviendas quedaron devastadas, 8731 personas quedaron sin hogar, siete murieron y fueron muchos los lesionados.
Según el último censo de población realizado por don Luis de las Casas años atrás, La Habana contaba con 51 307 habitantes.

El de 1871 dio un resultado de 84 975 personas. Lo que significa que en 1802 la población estaba cerca de los 80 000 habitantes, lo que quiere decir que el fuego de Jesús María dejaba sin hogar al diez por ciento de los ciudadanos.
La primera media del gobierno fue albergar a los damnificados en la Cabaña, Las Recogidas y algunos cuarteles de la ciudad.
De inmediato se hizo una colecta pública que duró tres días, al cabo de los cuales sólo se había recaudado la mísera cantidad de 3 957 pesos, lo que no alcanzaba ni a 50 centavos por damnificado.
Lo que dio como resultado que el propio Capitán General, don Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, saliera personalmente a las calles de La Habana para exhortar a la población a ser más dadivosa.
Quien únicamente actuó rápida y eficazmente fue el Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio, ayudado por la Junta de Fomento.
Ambos consideraron que debía hacérseles casas a todos, pero existía un problema, no había maderas ni dinero. Por otra parte, consideraban que La Habana tenía ya una superpoblación.
Fue entonces cuando el síndico del Real Consulado, Francisco de Arango y Parreño, propuso y se aceptó, suplicar al Capitán General que se permitiera a los americanos del norte, por tiempo indefinido, la introducción de madera en esta plaza, extrayendo en retorno las mieles de purga y demás frutos de nuestro país.
Este Arango y Parreño es el autor del discurso sobre la agricultura en La Habana y medios de fomentarla, y fue quien introdujo en La Habana la máquina de vapor y el hielo.
Como entre los damnificados había muchos albañiles, herreros, carpinteros y otros obreros de la construcción, Arango propuso que se le diera, a los que así lo quisieran, terrenos en el corral de San Marcos, a 14 leguas de La Habana y al sur de Guanajay, para que construyeran allí sus casas.
Los interesados debían presentarse en el Real Consulado, según decía el Papel Periódico de La Habana, en su edición del 13 de mayo de ese año.
De inmediato se presentaron 30 familias, quienes solicitaron de seis a doce caballerías de tierra para dedicarse en aquel lugar a labores agrícolas.
A todos los interesados se le exigía una carta de garantía y laboriosidad dada por una persona de prestigio.
Arango decía que además de socorrer a los damnificados, el Consulado tenía como objetivo “arraigar en el campo cuantas familias urbanas fuera posible haciendo fluir en pequeñas poblaciones, las que sin este impulso quedarían establecidas en la capital”.
Y de esta manera, como consecuencia directa del fuego en Jesús María, quedaba fundado el pueblo de Artemisa.

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