EN CUBA LA MASCARILLA DEL EMPERADOR
Argelio Santiesteban
CUBAHORA
Tras la universidad habanera, se enrosca la calle Ronda, así llamada pues
por allí transitaba la patrulla encargada de la custodia del polvorín español,
en la loma llamada de Aróstegui, en los días coloniales.
Al cruzar esa vía, nos tropezamos con un palacio de estilo florentino. Fue
la residencia que se mandó a construir el napolitano Orestes Ferrara,
personaje multivalente --corajudo luchador por la independencia cubana, erudito
escritor, político al servicio de regímenes tiránicos--, quien llamó a la
villa La Dulce Dimora, “la dulce morada”.
Aquí radica ahora el Museo Napoleónico, poseedor de la mayor colección de
su tipo en las Américas: armamento, mobiliario, pinturas, y hasta una muela del
Emperador de los Franceses.
Y, en aquel joyero de piezas históricas, resalta la mascarilla de
Bonaparte, modelada en Santa Helena, dos días después de su defunción, por un
personaje que estuvo muy ligado a Cuba.
SALTEMOS HACIA EL PASADO
En la proa del barco, mientras otea el horizonte, viaja el gran vencido,
rememorando su vida. Recuerda su pobre origen, su apagada infancia, hijo de un
humilde abogado en la natal Córcega. Más tarde vendría el viaje a Francia, país
cuyo futuro emperador odia. Nunca olvidará el desprecio con el cual se le trata
por el acento foráneo con que habla el idioma recién aprendido.
La tabla de salvación en aquel ambiente hostil sería su extraordinaria
habilidad para las matemáticas, gracias a la cual brillará entre todos los cadetes
de artillería de su curso. Después, la carrera meteórica: campañas de Italia y
Egipto, golpe del 18 Brumario, imperial coronación.
Y, al final, el desastre, en una comarca –ahora belga-- llamada
Waterloo.
Hombre supersticioso, aseguraba que antes de cada batalla victoriosa se le
aparecía la estrella que presidió su nacimiento. Pero en este viaje el vencido
ha escrutado al cielo en vano. Quizás intuye que le modelarán la mascarilla en
esa isla africana hacia donde lo trasladan.
Lo que de seguro no sospecha es que esa mascarilla ahora estaría a cientos
de leguas, ante mí, junto a la universitaria calle Ronda. Tampoco sabe que el
encargado en modelar la pieza iba a morir en Cuba.
EL MÉDICO DEL EMPERADOR
El derrotado Bonaparte arriba a la isla de Santa Helena, posesión de los
británicos. Tan pronto la avizoran desde el mar todos coinciden en que, por su
repulsivo aspecto, parece una verruga.
No son tontos los captores. Aquí no se repetirá el episodio en el cual
Napoleón escapa de la isla de Elba. Ahora el lugar del cautiverio dista casi
dos mil kilómetros de la tierra firme.
Y el 20 de septiembre de 1819 llega a Santa Helena el doctor Francesco
Antonmarchi, hombre cuya historia personal iba a estar ligada a Cuba.
Antonmarchi nació en Córcega, cuando transcurría 1780. Se graduó de doctor
en Medicina y Filosofía en la Universidad de Pisa. Más tarde se relaciona con
familiares de Napoleón, quienes le proponen trasladarse a San Helena para
cuidar de la salud del emperador vencido.
El joven médico comienza por atender la alimentación del cautivo. Napoleón
gustaba especialmente de los pasteles y del arroz a la milanesa. En cada comida
consumía media botella de Burdeos.
Al doctor le preocupa la inactividad del confinado, tras una vida de
incansable batallar. Por ello, le sugiere que practique la jardinería y la
agricultura. Napoleón sigue sus indicaciones, y planta rosales, melocotoneros,
naranjos.
Pero su salud se va resintiendo a ojos vistas, según algunos por el
arsénico que un agente inglés está agregando a los alimentos del exemperador.
Y en 1821 muere en la hacienda Longwood, cerca de Jamestown, capital
de Santa Helena, el que fuera señor de la Europa.
Antonmarchi participa en la autopsia, entre cuyos resultados se señala lo
sorprendentemente exiguo de los genitales del fallecido.
El médico corso toma la mascarilla mortuoria de su paisano, que más tarde
sería fundida en bronce. Un número limitado de copias fue después distribuido
entre la familia imperial y los mariscales. Una de estas piezas forma parte de
la colección del habanero Museo Napoleónico.
Tras la muerte de Napoleón, Antonmarchi viaja a Inglaterra, a Italia
y a Francia, arrastrando une existencia precaria. Escribe el libro Los
últimos momentos de Napoleón y también una investigación médica sobre
los cuerpos de los ejecutados. Publica una memoria sobre el cólera en
Varsovia. A fines de 1837 se radica en Santiago de Cuba, sitio de fortísima
presencia francesa. Allí se entrega al estudio de la fiebre amarilla, mal de
que muere el 4 de abril de 1838.
Aunque jamás vio ni de lejos una batalla, fue enterrado en Santiago con
honores militares, incluyendo salvas de artillería.
Comentarios
Publicar un comentario