CINTIO VITIER: PROFESION DE FE


La muerte de Cintio Vitier esta semana fue de una gran conmoción, tanto dentro como fuera del país. Como un homenaje a su persona nos hacemos eco de una entrevista publicada en 1999 que le hiciera Maximino Cacheiro Valera y donde nos revela aspectos de su vida y sus opiniones sobre diferentes asuntos.


Cintio Vitier es uno de los principales filólogos y poetas cubanos vivos. Pertenece a esa estirpe característica de la generación del 27 español en la que la mayoría de sus integrantes compaginaban la enseñanza profesional con la crítica literaria.

Vitier fue profesor de la Universidad Central de las Villas e Investigador en la Biblioteca Nacional José Martí.

Nos recibió él y su esposa Fina García Marruz (señora poeta y ensayista) en su piso de El Vedado en el que se respiraba olor a sabiduría. Estaba muy contento porque acababa de salir las Obras Completas de su dilecto amigo José María Valverde con un prólogo de su cosecha. Nos habló con sumo fervor de la impronta que dejaron los españoles literatos por la isla de Cuba, sobre todo Juan Ramón Jiménez y María Zambrano (de la que se considera discípulo). Y nos señaló que lo que perdió España lo ganaron ellos en demasía.

Cuando salga esta entrevista, Don Cintio cumplirá 80 años.

Desde estas páginas de Hesperia, aquende los mares, desde esta Galicia tan vinculada a Cuba queremos rendirle homenaje porque es la memoria viva del saber del imaginario cubano y una voz auténtica del verso límpido y delicado.
 

¿Cuáles fueron las relaciones con su madre y su padre?. ¿Qué le aportaron?.

Mi madre, María Cristina Bolaños, era hija de un distinguido veterano de la Guerra de Independencia (1895-1898): el general José María Bolaños, Delegado de Hacienda del partido Revolucionario Cubano en el Occidente de la isla, fallecido mucho antes de nacer yo en 1921.

Ella se graduó de Maestra Normalista, lo que le permitió trabajar con mi padre en el Colegio que ambos fundaron en la ciudad de Matanzas, donde transcurrió la mayor parte de mi infancia. Mi abuela materna, ya viuda, quedó en posesión de tierras cultivables, aquí llamadas “fincas”, que arrendaba a campesinos en la zona limítrofe entre las provincias de La Habana y Matanzas, y vivía en la casa principal de un caserío llamado “Empalme”, frente a una estación de ferrocarril, donde pasé de niño largas temporadas. Esto me permitió conocer de cerca el campo cubano, los sabores de la vida rural y la pobreza de nuestros guajiros, a la vez por la vía materna me llegaba los recuerdos de las guerras patrias como una leyenda familiar.

La familia de mi padre, de nivel económico bastante modesto, procedía también de medios provincianos y campesinos. Mi abuelo paterno había sido carpintero de un Ingenio azucarero en Santa Clara y mi padre, Medardo Vitier, a los catorce años todavía era pesador de caña en el mismo Ingenio. Pronto, sin embargo, su natural inteligencia lo destacó de tal modo en los estudios que ya en su primera juventud fue profesor en un importante Colegio de la ciudad de Cárdenas, fundó después con mi madre el Colegio Froebel en Matanzas, dirigió la Escuela Normal de esta ciudad y desarrolló una carrera de educador, conferencista y ensayista que lo convirtió en una de las principales figuras de la cultura cubana del siglo xx. Lo que por el lado materno eran memorias domésticas, en él llegó a ser una conciencia intelectual de primera magnitud, que asumía el legado de los fundadores de la patria y transmitía –me transmitió a mí desde niño- la más acendrada eticidad.
 

¿Cómo se desarrolló su educación?

Mi propia casa fue mi primera escuela, donde estudié las primeras letras, hasta que pasé, siempre en la ciudad de Matanzas, a la llamada Academia de los Catedráticos, dirigida por un gran pedagogo, Arturo Echemendía. Allí me preparé para ingresar en el bachillerato. Todo esto ocurría mientras arreciaba la lucha revolucionaria contra la tiranía de Gerardo Machado y mientras simultáneamente yo estudiaba violín, pintura, mecanografía y taquigrafía. De esos estudios el que me apasionaba era el del violín, que había comenzado a los siete años con un maestro matancero y continuaba, viajando semanalmente a La Habana, con un profesor inolvidable, Juan Torroella, sobre cuya muerte escribí una de mis primeras páginas publicadas, en 1938. Ya en este año, después de aprobar en dos rápidos Cursos el bachillerato en el Instituto Número Uno de La Habana (del que sólo recuerdo clases atropelladas y confusas, manifestaciones descreídas, tiros y risas), me matriculé en la Universidad en dos carreras, Derecho y Filosofía y Letras. En ambas fui, con independencia de notas mejores o peores, pésimo estudiante (sólo recuerdo con gratitud las magníficas clases de Filosofía de Jorge Mañach), y tardé un tiempo inverosímil en terminar la carrera de Derecho, que nunca he ejercido. 



Mi verdadero aprendizaje se realizaba fuera del recinto universitario: en las lecturas autodidactas, en las disertaciones de mi padre, en las conferencias de la Institución Hispanoamericanas de Cultura que dirigía Fernando Ortiz, en los ciclos y seminarios de María Zambrano, en los Conciertos dominicales del Auditorium, en las Exposiciones pintura del Lyceum, en mis conversaciones con Gastón Baquero, Eliseo Diego, Octavio Smith, Agustín Pí, en mi noviazgo con Fina García Marruz, con la que recorrí todos los parques reales e imaginarios de La Habana.
 

Describa el ambiente de La Habana en el que cursó sus estudios.

En mis recuerdo de aquellos años se superponen dos ambientes contrastantes. En lo exterior político social, incluyendo la docencia universitaria, la frustración de la llamada Revolución del 30, la muerte de sus principales líderes (Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Pablo de la Torriente Brau, que cae peleando por la República española en Majadahonda), el reiterado intervencionismo norteamericano y la creciente corrupción de los gobernantes determinaban un cuadro de escepticismo, vulgaridad rampante y hedonismo generalizado. No por ello, casi siempre fuera de las áreas oficiales, la gestión cultural se rindió a tantos signos negativos. Como si las fuerzas más profundas de la nación se replegaran en sí mismas, los años 30 y 40 fueron marco de la investigación históriográfica y antropológica de gran calado, a la reanimación de los estudios martianos, al esplendor de la escuela cubana de pintura, al enriquecimiento de la música culta y popular, al poderoso renacer de la poesía que se inició con Poveda, Boti, Acosta, continuó con Dulce María Loynaz, Brull, Ballagas, Florit, Guillén, y abría posibilidades inesperadas con José Lezama Lima.

La lectura de un libro de Eduardo Mallea, Historia de una pasión argentina, nos convencía de que hay siempre la posibilidad de un “país invisible”, lo que de otro modo vino a confirmar María Zambrano con la idea, formulada en su artículo sobre mi antología Diez poetas cubanos (1948) de la Cuba “secreta”. De la Cuba secreta de aquellos puedo dar testimonio personal. Estaba en los pasillos y en los jardines universitarios, en los encuentros de amigos y enemigos que iban provocando un tejido espiritual indetenible, en los grupos aislados que de pronto empezaban a imantarse, en algunos adolescentes reconcentrados, en algunos cuadernos y revistas que parecían efímeros y que portaban semillas voladoras.

Estaba, más profundamente aún, en el pueblo trabajador – campesinos, obreros, clase media, humillación, injusticia– donde,
 

Como ya había sucedido en aparentes fracasos anteriores (en el 78, en el 98), un fuego subterráneo preparaba nuevas irrupciones históricas.
 

Hable de José Lezama Lima como persona y su significado como escritor.

Lezama como persona fue primero una fábula, después “el Maestro” y después una persona. “El Maestro” le decían todos desde el principio, en un país donde ese apelativo no solía usarse aplicado a un poeta, y sin que supiera aún en qué podía consistir su enseñanza. A Jorge Mañach, que con cierta socarronería le recordó lo de Maestro, le replicó: “Prefiero que me llamen Maestro en broma que Profesor en serio”, pero en realidad su maestranza, rodeado de cierto prestigio fabuloso, era tomado muy en serio.

Con el tiempo, después de atravesar muchas defensas de la timidez agresiva, del rebote irónico ante la hostilidad ambiental, y muchas rencillas que no nos concernían, los más jóvenes devotos de su obra poética llegamos a la salita de Trocadero 162, donde en una inmensa poltrona nos esperaba, tabaco en ristre, el gran conversador, el gran cubano, el gran amigo José Lezama Lima.

Lo que él significa como escritor constituye una vasta bibliografía. Para mí, después de reiventar la poesía, que es lo que hace todo poeta primigenio, la aplicó al conocimiento individual de la historia y acabó creando un (otro) lenguaje cubano. Con ello aludo a los tres grandes momentos de su escritura: el poématico, el ensayístico y el novelesco. Más fuerte que todo ello, sin embargo, es la fábula de la persona del Maestro que atraviesa sus propias mansiones para llegarnos con una sorprendente oralidad. Una vez dije que algún día Paradiso tendría su mejor lector, no en los letrados sino en el pueblo de Cuba. Me refería desde luego en el pueblo utópico de que todos hablamos cuando hablamos del pueblo real. Ese día será el de la fusión de todos nuestros vasos comunicantes, ya que tal es el espacio gnóstico insular hacia el que se dirigía la palabra, el signo y el pneuma del único hombre que entre nosotros pudo cubrir la retaguardia de José Martí. Su verdadero legado es más oracular que literario y ojalá que las académicas abejitas acaben algún día por dejarlo en paz.

Y del grupo Orígenes. Valore literariamente a sus integrantes más connotados.

Diríase que el grupo Orígenes estaba prefijado desde que Silvestre de Balboa Troya y Quesada, adolescente, asistía en Las Palmas de Gran Canaria al Jardín Défico de Bartolomé Cairasco de Figueroa. Ello parece explicar la aparición de los siete sonetistas amigos de Don Silvestre en el remoto y casi desierto caserío de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, donde en 1608 se terminó de escribir Espejo de paciencia, primer poema nuestro del que, según Lezama, sólo vale el título para ponerle debajo el enchirión de José Martí. En todo caso, “Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas”, verso final e inaugural del primer gran poema de Lezama, con el que de nuevo nace la poesía cubana y en torno al cual se reúne la nueva pléyade formada por Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Virgilio Piñera, Justo Rodríguez Santos, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Octavio Smith, Lorenzo García Vega y quien estas líneas escribe. Veamos algunos.

Nacido en Puente la Reina, Navarra, formado sacerdote en el Seminario de San Carlos de La Habana y poeta en la amistad juvenil con Lezama, Gaztelu es el más próximo y el menos lezamiano de sus discípulos; católico de las epifanías que hicieron posible el trasvase de las gracias latinas a la gracia eucarística. Sobre Baquero, figura cada vez más reconocida en todo el ámbito hispano-americano, se discute cuándo fue mayor, si en las grandes corazonadas de sus textos insulares o en las magias e invenciones escritas en España. Piñera postuló el sinsentido, el grotesco, la desacralización de la imagen tradicional de la Isla y produjo, junto a una valiosa narrativa, un teatro nacional de primera línea. Rodríguez Santos perteneció más bien al momento anterior de Florit y Ballagas, con apego noble a la generación española del 27. Eliseo es la posesión de la forma; Octavio, la leyenda del ser; García Vega, el reverso de sí, para negar y negarse. La completez de Orígenes, basada sobre todo en sus antinomias, es evidente.

Completez y extrañeza. Como dijera Gracián: “Extraño todo, el designio, la fábrica y el modo”. Así pudo resistir y transcender:
 

¿Qué significó para usted y para Cuba el encuentro con Juan Ramón Jiménez?

Siento que es consustancial con mi persona responder esta pregunta, tantas veces he tenido que hacerlo. Quizás lo que más pueda definirnos sean las preguntas que estamos destinados a contestar. Este cuestionario suyo me hace reincidir en tantas respuestas que se me va convirtiendo, más que en una entrevista en PROFESION DE FE. Sin tener todavía un sentido claramente religioso, esta palabra, fe, resume lo que significó para mí el conocimiento personal de Juan Ramón Jiménez en 1937. Preparado por una larga e intensa lectura de su Segunda Antología Poética, recibí su conferencia “El trabajo gustoso”, su presentación del Festival de Poesía en el Teatro Campoamor, su lectura radial “Ciego ante ciegos”, en la que era el único oyente en la cabina de transmisión, como confirmaciones de una fe poética, fe en la poesía, de todo su persona, investida además de una autoridad como no he conocido otra, natural, espontánea, casi diría respiratoria, que estaba en su voz, en su gesto, en su mirada, en todo él. Sentí esa comunicante fe junto a mí, oyendo música juntos en la salita de María Muñoz de Quevedo, la discípula de Falla y fundadora del Coro Nacional de Cuba, y en el comedor vacío del Hotel Vedado, hoy Victoria, donde escogió los poemas de mi primer libro publicado en 1938 con una semblanza suya.

La presencia de Juan Ramón en La Habana significó una ordenación de nuestra poesía, magistralmente caracterizada por él en sus diversas líneas, sin prejuicio contra ninguna tendencia, con generosa apertura hacia los más jóvenes y fijación crítica de figuras ya en su primera madurez, como Eugenio Florit, o en sus atrayentes primicias como Serafina Núñez. Sobre el mito de la insularidad departió inolvidablemente con Lezama. El texto titulado “Límite del progreso”, que le dio para su naciente revista Verbum, nos comunicó una fuerte advertencia, insólita entonces y excepcional incluso en el contexto general de la cultura española posterior al 98, acerca de los peligros crecientes acerca del american way of life, mientras la sabiduría de su Diario poético y su página memorable sobre Martí quedaban como tesoros en nuestro corazón.
 

Analice sus obras de carácter crítico (¿qué pretendió en ellas?) y su significado dentro de la cultura cubana.

En mis obras de carácter crítico, señaladamente en Lo cubano en la poesía (1958, 1970, 1988), he intentado poner en práctica a crítica de la participación, inspirada, hasta donde ello me sea posible, en el ejemplo de Martí. Este género de Crítica, mucho después sistematizada con aire científico por Leo Spitzer (véanse de este autor, Lingüística e historia literaria, Madrid: Gredos, 1955, y de Pierre Guiraud, La estilística, Buenos Aires: Nova, 1956), consiste, según lo entiendo, sin renunciar a los criterios personales pero sí a la intención “normativa”, en descubrir las intenciones estéticas de las que, consciente o inconscientemente, parte el autor comentado (más que “analizado”) y juzgar desde esa óptica la autenticidad de lo que nos ofrece. La concibo como una crítica contagiada de la emoción de los creadores, y creadora ella misma de un ámbito a la vez reflexivo y afectivo, en el que las valoraciones éticas y estéticas resultan profundamente vinculadas. En sus más altas manifestaciones este tipo de crítica, como sucede en Ruskin, Baudelaire, Walter Pater o Charles du Bos, no sólo ilumina la belleza sino que añade belleza, confirmándonos en el principio de que el arte, la invención, la poiesis, movida por los impulsos unitivos y expansivos de la simpatía, es un medio superior del conocimiento.
 

Analice sus poemarios desde Poemas (1938) hasta la Dama de la pobreza (1992). Describa su credo estético.

Analizar mis poemas me resulta imposible. Son ellos los que me analizan a mí, pero la síntesis resultante afortunadamente se me escapa. En cuanto a Credo estético, los ensayos reunidos bajo el título Poética (1997), dan testimonio de experiencias sucesivas que van desde Juan Ramón a Lezama, de Lezama a Vallejo, de Vallejo a Rimbaud, de fervores y distanciamiento en torno a Borges, de fidelidad a los momentos más altos de la poesía anónima española y a San Juan de la Cruz, punto señero de nuestra lengua poética. 



Todo ello me lleva a lo que un crítico amigo, Enrique Sainz, considera mi vocación dominante: la de captar la trascendencia en lo inmanente, lo desconocido en lo inmediato, vocación que en cierto modo comparto con Eliseo y Fina, pero en una intemperie formal que me obliga a empezar siempre de nuevo, razón (no única) por la que acabé encomendándome a la Dama pobreza.
 

¿Cuáles son los autores españoles que más admira y los universales (de otros países)? ¿Por qué?

Además de los dos Juanes ya nombrados, Santa Teresa, Garcilaso, Quevedo, Góngora, Lope en su lírica. Después, en salto en el vacío con ráfagas de Becquer, y de golpe Antonio Machado, Unamuno, Ortega, Valle Inclán, Federico, Alberti, Guillén. En espacios especiales de mi devoción y gratitud, María Zambrano y José María Valverde. En cuanto a “los universales de otros países”, descontando a los clásicos de todos y de siempre, me quedó con el ya mencionado Rimbaud (Mallarmé, Proust y Claudel se me han ido alejando); en Rusia Dostoievski, en Alemania Mann y Hesse, en Inglaterra Keats, Shelley, Chesterson. En Estados Unidos Whitman y Elliot, en Hispanoamérica Martí, Darío, Vallejo, Gabriela, Cardenal, en Brasil Guimaraes Rosa. Como ve, se trata de una selección más bien arbitraria, caprichosamente personal si se quiere, pero es ella la que puede ayudarme a responder a su próxima desmesurada pregunta: “¿Por qué?”. Para mí los autores mencionados tienen todos algo en común: creen más en la poesía que en la literatura, en la sabiduría que en la filosofía, en lo que se ha llamado imaginación (convertir la realidad en imágenes) que en la ficción, en el verbo que en las palabras, en la esperanza que en la nada (aunque a veces digan lo contrario).

¿Y los cubanos?

Félix Varela, José de la Luz, Martí otra vez, Julián del Casal, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Samuel Feijóo.

¿Cómo valoraría la literatura cubana actual?

La crisis editorial (por razones económicas) no nos permite conocerla suficientemente. Uno se asoma a las revistas y la percibe tan “posmoderna” como en cualquier parte del planeta. No han surgido figuras comparables a las de Carpentier y Lezama. Legiones de jóvenes en todo el país (un país masivamente alfabetizado hace cuarenta años) tiene una información casi inexplicable en las circunstancias actuales y escriben bien en diversos géneros, sobre todo poesía y narrativa. Se parecen demasiado entre sí. “¿El genio – como advertía Martí- va pasando de individual a colectivo?. El tiempo lo dirá. Y sigue en pie “la Cuba secreta”, en espera de nuevas revelaciones. Maximino Cacheiro Varela, septiembre 1999.

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