Cuba y el desastre del Titanic




Por los años 60, se exhibió en Cuba el filme inglés “La última noche del Titanic”, de Roy Ward Baker, que tenía en el protagónico a nada menos que el siempre excelente Kenneth More (Hundan al Bismarck) en el papel del imprescindible y valeroso oficial Herbert Lighteller.

Recordar aquella puesta todavía congela como si se estuviera en los glaciales mares cercanos a Terranova, donde ocurrió la catástrofe. Escenas como la del borracho que logra salvar la vida con una buena carga de alcohol dentro del cuerpo, la de los aristócratas que siguieron jugando cartas o leyendo en medio de la catástrofe, la orquesta que actuó hasta casi el hundimiento y el aviso final del capitán: «¡Sálvese quien pueda!», son sencillamente inolvidables.

Mucha tinta y mucha película corrió acerca del desastre ocurrido entre la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912, cuando el Titanic, pretendidamente invulnerable, se hundió en poco menos de dos horas, tras chocar con un iceberg. De dos mil 224 pasajeros y tripulantes, perecieron mil 513, más de la mitad.

«Nos perdió la prepotencia», dijo al final del filme el oficial Lighteller como resumen de toda la tragedia que el año venidero cumplirá 100 años.

Cuba, por su posición geográfica, también recibió a náufragos del Titanic, aquella maravilla del ingenio humano que, sin embargo, no contaba con los botes salvavidas suficientes para cobijar a sus futuros huérfanos.

Pues bien, entre las historias que generó el siniestro, está la de cuatro emigrantes españoles que sobrevivieron al naufragio y se refugiaron en Cuba de forma definitiva.

El periódico cubano La Discusión, en fecha 29 de abril de 1912, reflejó en sus páginas la llegada a La Habana de este grupo, 15 días después del hundimiento del trasatlántico.

Los personajes que dan nombre a esta historia se nombraban Emilio Pallás, un panadero de 29 años, las hermanas Florentina y Asunción Durán, de 30 y 26 años, de Lérida, y Julián Padró, un chofer barcelonés de 26 años.

Una compañía naviera norteamericana les costeó el pasaje a estas cuatro personas hasta La Habana, en el mercante “Monterrey”, cuando vivían aún toda la amargura y el horror de la horripilante experiencia marina.

Al arribar se alojaron en el hotel “La Perla de Cuba”, y todos se juraron que nunca jamás abordarían de nuevo un buque, promesa que cumplieron hasta que les llegó la muerte.

En sus relatos, Emilio Pallás y Julián Padró dijeron que después de la cena del domingo 14 de abril de 1912, se recogieron en sus camarotes y cuando ya estaban dormidos los despertaron fuertes golpes en la puerta. Les ordenaron salir. Los jóvenes lo hicieron en ropa interior y envueltos entre sábanas.

Posteriormente, y ante el peligro evidente, Pallás y Padró recordaron cómo se estableció una lucha campal entre los pasajeros por hacerse de un lugar en los insuficientes botes salvavidas.

Los sobrevivientes describieron aquella inusual situación, en la que hombres y mujeres, sometidos al instinto primario de supervivencia, olvidaban las buenas maneras y prioridades.

Los dos describieron como «algo verdaderamente horrible» la lucha que se estableció entre los pasajeros para ganar los botes salvavidas.

«La gente si caía al suelo podía considerarse muerta por las fuertes estampidas y pisadas de cientos de personas fuera de sí, los que lograban incorporarse lo hacían manando sangre por todas las partes del cuerpo», relataron.

En medio de todo el pánico y el alboroto, Padró se deslizó por una de las sogas y cayó sobre un bote que iba bajando hacia el agua. Su compañero no pudo conseguirlo de inmediato al ser detenido por un marinero, mas finalmente se lanzó y cayó sobre el mismo bote y se dislocó un pie.
Padró recordó que la embarcación llegó al agua no sin antes recibir los impactos de otros pasajeros que se lanzaron. La salvación fue de milagro, porque el Titanic ya se hundía y el poder de sus toneladas de desplazamiento podía succionar cualquier elemento de menor peso a su alrededor y hundirlo en las profundidades.

Las hermanas Florentina y Asunción dijeron que no se permitió subir a todo el mundo y pusieron como ejemplo el de un hombre que llegó nadando hacia el bote que ellas ocupaban y un tripulante lo rechazó con un cuchillazo en la mano. Otros que trataron de abordar la misma nave los abatieron con tiros.

El relato de las hermanas sobre los últimos momentos del trasatlántico «invulnerable» manaba patetismo: «el Titanic se hundía de proa, poco a poco las luces se fueron apagando, no había luna, todo era negro absoluto, de pronto se oyó un estampido y una enorme columna blanca iluminó la noche».
«Todavía recordamos con terror los desesperados gritos de los que se hundieron con el barco, las voces las ahogó el mar profundo y cerrado», acotaron.

El “Carpathia” recogió a los náufragos ateridos de frío polar, hambre y espanto. El buque salvador los trasladó a Nueva York. Los religiosos organizaron una misa, los agnósticos y ateos cayeron de rodillas y descubrieron a Dios. Jamás un grupo humano se vio en un tiempo mínimo tan derrotado e indefenso. Volvió a renacer la humildad de la congelación de la arrogancia. El “Titanic” se convirtió en escuela, una dolorosa y trágica escuela.

Frederick Fleet era el vigía del trasatlántico aquella madrugada del 14 al 15 de abril de 1912. Avistó el iceberg muy tarde en la noche oscura y gritó, pero la mole de hielo ya la tenía encima. Jamás se perdonó los muertos y se suicidó en 1965. Siempre, hasta el final de sus días, echó de menos unos prismáticos para aquella noche aciaga.

Existen otras historias, como la de un asturiano-cubano que llegó a Cuba en 1891 a hacer fortuna y lo logró. Se llamaba Servando Ovies y llegó a ser dueño de la famosa sedería “El palacio de Cristal”.

Después de hacer dinero, marchó a Europa para establecer negocios y visitar a su madre. En París se enteró de la partida del “Titanic”, el barco más lujoso y seguro del mundo, que después de zarpar del puerto de Southamton llegaría a Nueva York en donde lo esperaban otras gestiones y negocios.

Ovies ordenó separar un camarote en primera y embarcó en el puerto francés de Cherburgo, según la revista asturiana “La Nueva España”, que descubrió el caso de Servando en 1998.

El joven asturiano-cubano estaba feliz, pues había triunfado en la vida desde la humilde profesión de limpiador y ahora se paseaba por el “Titanic” con el empaque de un potentado, a la par del multimillonario norteamericano Astor, quien también viajaba en primera o el diseñador Andrew Hutchkins, quien modeló el trasatlántico.

En la madrugada del 14 de abril, sucedió lo increíble. Después de revisar el barco tras la colisión con el iceberg, Hutchkins anunció con gran flema inglesa que el “Titanic”, el invulnerable, se hundiría sin remedio en escasas dos horas, porque cinco de sus compartimentos estaban «heridos» de muerte.

La noticia de la catástrofe llegó a Eva López del Vallado, esposa de Servando, y el diario habanero “El Comercio”, que leían los emigrados españoles en Cuba, evocó al paisano que al morir tenía 36 años.

“La Nueva España”, en su hallazgo histórico, asegura que los restos mortales de Ovies, junto a otros 189 cadáveres, fueron rescatados por el “Mackay Bennett”, un buque estadounidense, y trasladados posteriormente a Halifax, en Canadá.

José Antonio Rodríguez, primo de Ovies, y su compañero de aventuras migratorias, viajó hasta Canadá a reconocer su cuerpo.
El diario español sostuvo que exhumó el cadáver y le dio cristiana sepultura el 15 de mayo de 1912. (Por: Jorge Smith)

Comentarios

  1. Interesante artículo. Sólo que el diseñador del Titanic, que viajaba a bordo y diagnosticó que se hundiría se llamaba Thomas Andrews.

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