LOS OCHENTA DEL ENIGMÁTICO CHINOLOPE


El Chinolope al frente, detrás el cantautor cubano Portillo de la Luz, en un salón de exposiciones fotográficas.

El restaurante Miami tenía un salón central amplio y muy iluminado. Era un buen lugar para que los estudiantes del último año de bachillerato del Instituto de La Habana cruzásemos cada noche el Parque Central y fuéramos allí, en Prado y Neptuno, para charlar de lo que se conversaba en 1962. De la Revolución, de los americanos, de lo difíciles que eran algunas asignaturas como por ejemplo Lógica, o de aquella compañera nuestra que era bailarina de ballet, y que siempre frustraba nuestros sueños cuando se marchaba, después de clases, con su mamá, que la iba a buscar sin falta.

El salón estaba casi siempre vacío y el surtido era escaso. Ya hacía tiempo que no había comercio con Estados Unidos, los soviéticos solo comenzaban a proveer nuestras necesidades y los cubanos a quienes la Revolución había beneficiado podían comprar todo lo que se vendiera en el mercado. Los camareros se aburrían mucho y nos miraban con deseos de que nos dominara el sueño y nos fuéramos. (Dice un personaje de Hemingway que la felicidad se presenta como una situación de aburrimiento. Cada noche hacíamos a los camareros hombres perfectamente felices).

Pero no éramos nosotros los únicos que les estorbábamos. Solitario, casi siempre en la misma mesa, se sentaba un chino pequeño y delgado, enigmático como solo lo puede ser un chino, y quizás más enigmático que la mayoría de los chinos, lo que ya es una gran cosa, con la cabeza rapada y unos espejuelos metálicos redondos, montados al aire. Así pasaba la noche, concentrado en lo que estuviera comiendo y en lo que estuviera pensando, fuera lo que fuese. Ya estaba allí cuando nosotros llegábamos y allí lo dejábamos, casi a la medianoche, sin que nadie se sentara en su mesa y, según parecía, sin deseos de que nadie lo acompañara.


Me demoré mucho tiempo en saber que aquel chino, al parecer con sangre japonesa también, había sufrido el plagio retrospectivo de una parte de su nombre a manos de un prolífico autor de los “Siglos de Oro” de la literatura española, y sufriría el de sus espejuelos a posteriori a manos de John Lennon. Supe que Chinolope, que era su nombre, era uno de los fotógrafos más grandes de una hornada donde era muy difícil ser más grande que los demás fotógrafos, y que según decían tenía una psicología un tanto extraña.

Me contaron muchas de sus leyendas. Las leyendas, como uno llega a saber a estas alturas de la vida, pueden ser más o menos ciertas, pero son más entretenidas y a la larga, más verdaderas que las historias contadas como realmente sucedieron. Una de ellas, por ejemplo, decía que el Chino era muy joven y estaba en Nueva York, no sé bien por qué, cuando asesinaron en una barbería a Albert Anastasia, un jefe mafioso que quería competir con otros jefes mafiosos mucho más importantes que él. Y sigue la leyenda diciendo que el Chino, curiosamente, andaba cerca de allí y con la cámara pobretona que tenía entonces tomó la foto del crimen acabado de ocurrir, que luego publicó la prensa y que, por esas cosas de la vida, no le dio crédito como autor de la foto.

Y que tiró otra foto histórica con una cámara Minox, la cámara en miniatura que se usaba para tomar fotos subrepticiamente, y que publicó la revista Life, a plana casi completa, de quien era el jefe de la mafia norteamericana en Cuba, Santos Trafficante. Y que también por esas cosas de la vida el Chino se equivocó y fue a parar una noche al cabaret Sans Souci, cuartel general de Trafficante en La Habana. Esa noche nadie daba un centavo por la cabeza del Chino, ni allí ni en la peor de las subastas, cuando apareció Trafficante y le preguntó si era él quien había tirado esa foto. Al Chino todo se le achicó, menos el miedo. Pero Trafficante era un hombre de buenos modales y le agradeció la buena imagen que había logrado en la foto, lo joven que lo había hecho lucir, y lo invitó a cenar. El Chino, como es lógico, accedió y puso nuevamente en cero el cuentamillas de su vida.

Pero el Chino vivió también experiencias de un signo totalmente distinto. En 1958 subió a la Sierra Maestra con el controvertido periodista estadounidense Andrew Saint George. Conoció, entre otras personas, al Che. Cerca de él estuvo haciendo fotos durante la batalla de Santa Clara.

Y luego se lo volvió a encontrar muchas veces, después del triunfo de la Revolución. El Che y Haydée Santamaría le ayudaron a definir otra vez su vida y al parecer su nombre. Hasta entonces se llamaba Fernando López; desde entonces se llamó Chinolope. Y el Che le dijo al renombrado fotógrafo que quería que hiciera fotos de la zafra y de los trabajadores de un ingenio, y le añadió algo así como que si quería hacer buenas fotos de los trabajadores, tenía que trabajar con ellos para conocerlos bien. Que se lo decía él, el Che, que era fotógrafo también, como él. Y así fue a dar el Chino a varios centrales azucareros, a trabajar y a hacer fotos. Pero sobre esto volveré a hablar al final.

De haber sabido, en 1962, que Chinolope era también cercano a los poetas del grupo Orígenes, como lo supe después, hubiera comprendido que cuando pasaba sus noches en el restaurante Miami, que pronto fue nombrado Caracas, pues Miami ya era lo que sabemos y era el momento de las guerrillas en Venezuela, muy probablemente venía de haber visitado a su también amigo, José Lezama Lima, que vivía muy cerca, en la calle Trocadero.

Porque lo que singulariza al Chino entre los grandes fotógrafos que coincidieron con él en el tiempo ―Osvaldo Salas, Alberto Korda, Raúl Corrales, Roberto Salas, Liborio Noval, Ernesto Fernández, entre otros― fue esa cercanía a quienes habían integrado, no tantos años atrás, ese movimiento cultural, y que en aquel entonces no solo mantenían su poética, sino que ansiaban ver realizada su visión de Cuba y su cubanía en el propio proceso de la Revolución.

Aunque no fueran entonces del todo comprendidos, como no lo era el Chino, y costaba trabajo entenderlo, porque Chinolope desafiaba el sentido común y el racionalismo con el que los seres humanos parecen sentirse inmejorablemente cómodos. Chinolope hubiera hecho las delicias de Unamuno, que detestaba a Descartes, y lo hubiera sumado a “la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura”, don Quijote, “del poder de los hidalgos de la Razón”.

De ahí que valdría la pena volver a exhibir el cortometraje “Una temporada en el ingenio”, un documental que el mismo Chinolope dirigió en 1968, que recorre con la cámara cinematográfica las fotos que, a instancias del Che y con un fragmento de la voz de Fidel de fondo, hizo durante su estancia en centrales de Guantánamo y de Matanzas, a donde fue a conocer a los trabajadores y a fotografiarlos.

Son las fotos que aparecen en un libro del mismo título con textos de Lezama, cuya última edición, en una tirada muy reducida, corresponde al editor argentino Domingo Arcomano.



La unión del Chino y Lezama en esta obra conjunta es como la de algunos minerales, que por sí mismos tienen mucho valor y una tranquila estabilidad, pero que al unirse en un tubo de ensayo reaccionan y de ellos sale un nuevo mineral y un humo de colores raros, en una suerte de big bang genitor y poético. No hay duda de que se trata de una obra extraña y hermosa, donde la fotografía atraviesa al texto y éste esmalta las fotografías; en que la cámara de cine se mueve a través de las imágenes en blanco y negro, en un contraste casi absoluto, casi a línea, como se toman con el objetivo de la cámara muy abierta y una película de alta sensibilidad. De claroscuros que recuerdan los misterios de Rembrandt y que parecen imágenes abstractas cuando encuadra un alijo de cañas, hasta que de ellas emergen los rostros de trabajadores sorprendidos o ajenos o extrañados ante la acción del artista. Según Lezama “las transformaciones asumidas por el genio de las profundidades, aparecen paradójicamente en el ingenio finado sobre la superficie y el cantábile de la llegada de la luz.
Un día supe que Chinolope y yo éramos hermanos. Me explico. Mi madre era la bibliotecaria más antigua de la Biblioteca Nacional y disfrutaba auxiliando a Cintio Vitier, a Fina García Marruz y a Eliseo Diego, que entonces eran investigadores en la Biblioteca. El Chino iba a verlos y allí la conoció y le tomó tal cariño que empezó a llamarla “madre”. .

Tengo varios de sus libros de fotografías, precedidos de dedicatorias que dicen cosas como éstas: “Vemos por espejos la fotografía, y por asociación las palabras”. O “Por encima de los incrédulos está la realidad irrefutable de otra dimensión, que son los muertos que nos acompañan. Vivimos en el no tiempo en el tiempo en el siglo XXI”.

Ancla hoy mi hermano Chinolope ―su nombre completo es Guillermo Fernando López Junqué― es un hombre humilde, que vive humildemente, rodeado de sus propias fotos y sus libros, y que acaba de cumplir 80 años. Al que se le han conferido casi todas las distinciones y reconocimientos posibles, todos merecidos, y que quisiera ver más expuesta su obra, porque han nacido varias generaciones de cubanos que la conocen muy poco, a pesar de que es uno de los fotógrafos mayores de esta expresión plástica en Cuba.

Tiene 80 años, y sin embargo, su mirada es la misma, y su actitud también, que aquella que dirigía al lente, en la foto clásica de 1963, que él mismo tomó utilizando el temporizador de la cámara, donde acompaña a Lezama y a su otro gran amigo Julio Cortázar en el restaurante El Patio, en la Plaza de la Catedral; la misma mirada con que interrogaba al vacío, con que escudriñaba esa otra dimensión, en su soledad nocturna del antiguo restaurante Miami.(Enrique Román. CUBARTE)

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