GRACIAS PAPÁ
Por: Argelio Santiesteban Cuando ―azorado adolescente― llegué a San Cristóbal de La Habana, podía haber tomado como míos los versos de Neruda: “Yo vine / del Sur, de la Frontera. / La vida era lluviosa”. No llegaba yo del Sur, sino del cubano Oriente, y había echado mi flaco cuerpo con la escolta de las redondeces femeninas que imprime en el paisaje ese lomerío llamado Maniabón por los aborígenes. No obstante, coincidía con el chileno en el estupor padecido ante la urbe despiadada. Retumbaba en mi cráneo, como en una caja de resonancia, el grito de otro poeta, ese homagno que fue José Martí: “¡Me espanta la ciudad!”. Pero pronto comprendí que mi soledad lo era sólo en apariencia. Porque yo contaba con Él, un cómplice incondicional, un confesor fraterno, un amigo sin dobleces ni trastiendas. Sí, me lo presentó Papá, en una tarde soleada del Oriente cubano. Era yo un niñito. Y todo ocurrió en el Palacio Municipal, saturado de mármoles y sin proporción con un paraje que, aunque esc